domingo, 28 de junio de 2009

ANTONIN ARTAUD Y EL CINE

“La época en que vivimos es bella para los brujos y para los santos, más bella que nunca. Toda una sustancia insensible toma cuerpo, trata de alcanzar la luz. El cine nos acerca a esa sustancia. Si el cine no está hecho para traducir los sueños a todo aquello que en la vida despierta se emparenta con los sueños, no existe. El cine, lenguaje directo y rápido, no tiene especialmente necesidad de una cierta lógica lenta y pesada para vivir y prosperar. El cine se acercará cada vez más a lo fantástico; ese ¨fantástico¨ que cada vez se advierte más claramente que es en realidad todo lo real, o no vivirá. O, mejor, le ocurrirá al cine como a la pintura, como a la poesía. Lo que es cierto es que a la mayor parte de las formas de representación le ha pasado su momento. Hace ya tiempo que la pintura no sirve más que para representar lo abstracto. No habrá un sector del cine que represente la vida y otro que represente el funcionamiento del pensamiento, porque cada vez, lo que nosotros llamamos vida, será más inseparable del espìritu. El cine, mejor que cualquier otro arte, es capaz de traducir las representaciones de ese terreno, puesto que el orden estúpido y la claridad ordinaria son sus enemigos”

(Antonin Artaud, El cine, Alianza Editorial, 1995)

CORTÁZAR Y EL CINE

CRÍTICA DE "LOS OLVIDADOS"


Por Julio Cortázar

"Con todo lo que me gustan los perros, siempre se me ha escapado el andaluz de Buñuel. Tampoco conozco La edad de oro, Buñuel-Dalí, Buñuel-Cocteau. Buñuel alegres años surrealistas: de todo tuve noticias en su día y a la manera fabulosa, como en el final de Anabase: “Mais de mon frere le poete on a eu des novelles... Et quelques-uns en eurent connaissance...”. De pronto, sobre un trapo blanco en una salida de París, cuando casi no iba a creerlo, Buñuel cara a cara. Mi hermano el poeta ahí, tirándome imágenes como los chicos tiran piedras, los chicos dentro de las imágenes de Los olvidados, un film mexicano de Luis Buñuel.
He aquí que todo va bien en un arrabal de la ciudad, es decir que la pobreza y la promiscuidad no alteran el orden, y los ciegos pueden cantar y pedir limosna en las plazas, mientras los adolescentes juegan a los toros en un baldío reseco, dándole tiempo de sobra a Gabriel Figueroa para que los filme a su gusto. Las formas se cumplen satisfactoriamente. El arrabal y los gendarmes de facción se miran casi en paz. Entonces entra el Jaibo.
El Jaibo se ha escapado de la correccional y vuelve entre los suyos, a la pandilla sin dinero y sin tabaco. Trae consigo la sabiduría de la cárcel, el deseo de venganza, la voluntad de poderío. El Jaibo se ha quitado la niñez de encima con un sacudón de hombros. Entra en su arrabal al modo del alba en la noche, para revelar la figura de las cosas, el color verdadero de los gatos, el tamaño exacto de los cuchillos en la fuerza exacta de las manos. El Jaibo es un ángel: ante él ya nadie puede dejar de mostrarse como verdaderamente es. Una pedrada en la cara del ciego que cantaba en la plaza, y la fina película de las formas se traza en mil astillas, caen los disimulos y las letanías, el arrabal brinca en escena y juega el gran juego de su realidad. El Jaibo es el que cita al toro, y si la muerte alcanza también para él, poco importa; lo que cuenta es la máquina desencadenada, la hermosura infernal de los pitones que se alzan de pronto a su razón de ser.
Así se instala el horror en plena calle en una doble medida: el horror de lo que sucede, de eso que, claro, siempre sería menos horrible leído en el diario o visto en una película para uso de delfines; y el horror de estar clavado en la platea bajo la mirada del Jaibo-Buñuel, de ser más que testigo, de ser -si se tiene la honradez suficiente- cómplice. El Jaibo es un ángel, y bien se nos ve en la cara cuando nos miramos unos a otros al salir del cine.
El programa general de Los olvidados no pasa y no quiere pasar de una seca mostración. Buñuel o el antipatetismo: nada de enfoques de agonía al modo de la de Kiksi (En cualquier lugar de Europa) o la documentación detallada de un caso (La búsqueda). Aquí los chicos mueren a palos y sin pérdida de tiempo, se pierden en las callejas sin más bienes que un talismán al cuello y un sarape al hombro: aparecen y sucumben como las gentes que encontramos y perdemos en los tranvías; a propósito para que sintamos nuestra ajenidad responsable.
Buñuel nos da tiempo a pensar, de querer hacer algo por lo menos con un movimiento de conciencia. El Jaibo tira de los hilos. La cosa sigue. “Demasiado tarde”, ríe el ángel feroz. “Debiste pensarlo antes. Míralos ahora morir, envilecerse, rodar entre basuras”. Y nos lleva delicadamente por la pesadilla. Primero a una calesita empujada por niños jadeantes y extenuados, en la que otros niños que pagan montan los caballitos con dura alegría de reyes. Después de un camino desierto donde una pandilla se ensaña con un ciego, a una calle donde asaltan a un hombre sin piernas y lo dejan de espaldas en el suelo, monstruoso de impotencia y angustia mientras su carrito de ruedas se pierde calle abajo. Una a una, las figuras del drama caen en su nivel básico, el más bajo, el que las formas disimulan. Gentes a las que teníamos un algo de confianza se envilecen a última hora.
Hay tres inocentes totales, y son tres niños. Uno, “Ojitos”, se perderá en la noche con su talismán al cuello, envejecido a los diez años; otro, Pedro, está a punto de salvarse; pero Jaibo vela y le devuelve su destino, el morir a palos en un pajar; el tercero, Metche, la niña rubia, recibirá la primera gran lección de vida a cargo de su abuelo: tendrá que ayudarlo a llevar a escondidas el cadáver de Pedro hasta un vaciadero de basuras, donde rodará con todos nosotros en la última escena de la obra. Entre tanto la policía mata al Jaibo, pero se siente que esta reivindicación de las formas sociales es todavía más monstruosa que los dramas desencadenados por él; ahogado el niño, María tapa el pozo. Preferimos al Jaibo, que nos lo ha hecho ver, que nos da la dimensión del pozo a tapar antes que otros niños caigan.
Aquí en París se ha reprochado a Buñuel su evidente crueldad, su sadismo. Los que lo hacen tienen razón y buen gusto, es decir que esgrimen armas dialécticas y estéticas. Personalmente opto aquí por las armas que se emplean en las faenas de la película; no sé que un asesinato sugerido por gritos y sombras sea más meritorio o excusable que la visión directa de lo que ocurre. En el Journal de Ernst Junger, que acaba de publicarse aquí, el autor y sus amigos del comando alemán “oyen hablar” de las cámaras letales donde se extermina a los judíos, cosa que les produce “marcada desazón” porque podría ocurrir que fuese cierto... Así también los escamoteos del horror desazonan parsimoniosamente a los públicos; por eso es bueno que de tiempo en tiempo a un señor se le atraviese el asado y la pera melba, y para eso está Buñuel. Yo le debo una de las peores noches de mi vida, y ojalá mi insomnio, padre de esta nota, valga en otros para obra más directa y fecunda.
No creo demasiado en la docencia del cine, pero sí en la lenta maduración de testimonios. Un testimonio vale en sí, no por su intención ejemplarizadora. Los olvidados barre con la mayoría de las películas convencionales sobre problemas de infancia: acabar con ella sitúa y delimita su propia importancia. Como ciertos hombres y ciertas cosas, es un faro al modo que lo entendía Baudelaire; quizá su proyección en las pantallas del mundo lo convierta en “un crí répéte par mille sentinelles...”
Esta noche me acuerdo del señor Valdemar. Como las gentes del arrabal de Buñuel, como el estado universal de cosas que lo hace posible, el señor Valdemar está ya descompuesto, pero la hipnosis (imposición de una forma ajena, de un orden que no es el suyo propio) lo retiene en una estafa de vida, una apariencia satisfactoria. El señor Valdemar está todavía de nuestro lado, y todos rodeamos el lecho del señor Valdemar.
Entonces entra el Jaibo."

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