domingo, 28 de junio de 2009

MANNY FARBER

JEAN-LUC GODARD




POR MANNY FARBER


"Cada película de Jean-Luc Godard aparece en sí misma ampliamente variada tanto en persona como en cualidad. En la pizarra de una de sus últimas películas, difícilmente perceptible, hay una lista de animales africanos: jirafa, león, hipopótamo, etc. Al término de la carrera de este director, habrá probablemente un centenar de películas, cada una de una especie rara y distinta, con esqueleto, tendones y plumaje angustiosamente diferentes. Su personalidad obstinada, insistente, locuaz y enciclopédica inunda sus películas, y ya ha formado un zoo que incluye un periquito rosa :Una femme est une femme (Una mujer es una mujer, 1961); una serpiente de cascabel :Le Mépris, (El Desprecio, 1963); una grulla ruidosa: Bande à part (Banda aparte, 1964); un conejo: Les Carabiniers (Los Carabineros, 1963 ) y una falsa tortuga: A boùt de souffle (Sin Aliento, 1959).

Al contrario de Cezànne, quien trazaba pinceladas de dos centímetros cuadrados y una línea nerviosamente exigente alrededor de cada manzana que pintaba, en Godard la forma y el modo de ejecución cambian por completo con cada película.

Godard es un creador de nuevas especies, íntimamente relacionado con Robert Morris en escultura, en el sentido de que aborrece el letargo y verse inmovilizado en una obra, al tiempo en que se consagra firmemente al medio con que se expresa. Viajar de prisa, ponerse en marcha libremente y no mirar atrás, es su code du corps .Por eso, cada una de sus películas presenta un puzzle complicado, una combinación única de elementos destinada a probar una teoría preconcebida. Por ejemplo:

-Una femme est une femme es un musical neo-realista, lo que ya en sí es una contradicción.

-Vivir sa vie (Vivir su vida,1962). La caída, breve ascención y muerte de Santa Juana de Sartre, una prostituta decidida a ser una mujer libre. La estructura es de una novela resumida: doce fragmentos casi uniformes con un título para cada capítulo, mientras la materia visual sirve para ilustrar los encabezamientos y los comentarios del narrador. Es un documental llevado al extremo, la más penetrante de sus películas, con saltos abruptos y drásticos en la continuidad, una fotografía de noticiario siniestra pero de gran sensibilidad, una banda sonora registrada en bares y hoteles auténticos al rodar la película y luego dejada tal cual.

La interpretación llena de reservas se mueve poco a poco, a pasos pequeños y fugitivos, siempre en una única dirección , hasta alcanzar una belleza abrasada, sedimentaria en la memoria. Una película de pureza extraordinaria.

(...) Cada nueva película suya es ante todo un ensayo acerca de una forma con relación a una idea: una elección muy deliberada de ciertos elementos formales para discutir una crítica sobre los jóvenes maoístas franceses en Le Chinoise; un informe documental sobre la prostitución de estilo poético en Vivre sa vie; o el retrato gris, sombrío y sofisticado de un héroe existencial cuyos compromisos son confusos (A boùt de souffle). La Chinoise , por ejemplo, aparece increíblemente preocupada por la forma, una sintaxis doctrinaria que armonice con un grupo doctrinario de chicos adscritos a un módulo. La película no sólo tiene un aula como escenario, sino que los actores aparecen dispuestos como maestros fervientes ante una pizarra, y la cámara y los intérpretes nunca se mueven a excepción de un movimiento recto de izquierda a derecha.

Las constantes imbricadas de su cine cerebral e impetuoso pueden resumirse en los puntos siguientes:



1. Verbosidad. Sus guiones están embebidos de conversación en todas sus formas, desde la conferencia de cátedra hasta la sobremesa. Sus actores aparecen como pasivos murales que difunden una reserva colosal de ideas, referencias literarias, historias favoritas. No puede olvidarse que Godard es un hombre de conceptos verbales, su imagen es una ilustración de una idea intelectual, y con frecuencia sus listas, categorías, reglamentos, estadísticas, citas de autores famosos se expresan con impacto visual.



2. Movimiento ping-pong. El latido de su vocabulario es el ritmo y posición de una partida de ping -pong. Las parejas maritales y sus disputas están compuestas según un simétrico ding-dong. Uno de sus recursos favoritos es el de poner a una pareja frente a frente y entre ellos una lámpara apagada, una tetera ostentosa, o una ventanilla de tren que exhibe un turístico paisaje francés. ¿Por qué el más intelectual de los directores emplea un tan elemental ritmo de uno-dos? Su arte está hecho primordialmente de una línea constante: aborrece el crescendo y el clímax. Incluso la violencia se convierte en algo tedioso, casual, de fácil olvido.



3. El héroe a lo Holden Caufield. Dentro de cada personaje se oculta un niño precoz semejante a los complejos y narcisistas desclasados de Salinger.



4. Burla. Más que ser un humorista, un satírico, como Thackeray o Anthony Trollope, hace versiones burlescas de la guerra, de una célula maoísta, de una discusión entre amantes, de un número de streap-tease. Se burla incluso de las conversaciones profundas, y, en los planos de las estatuas griegas en Le Mépris, hace una parodia de la fotografía estética. La burla sugiere una actitud de oposición: sin embargo, este director se mantiene siempre en una postura intermedia, al considerar que no tomar partido es una situación muy flexible y viable.



5. Disociación. O magnificación del grano de arena frente a la montaña, o viceversa. Estamos ante un director de cosas, aunque no infunde alma a los objetos. Generalmente procede en sentido opuesto, imponiendo su voluntad libremente a través de la escena. Disocia el diálogo del personaje (un rudo agente secreto en una extraña, imposible discusión de conciencia), al actor del personaje (Bardot se ve reducida con frecuencia a una superficie plana, más una figura de póster que la bravía y susceptible esposa de Le Mépris), la acción de la situación (dos seres primitivos en una cocina que sostienen anuncios de ropa interior sobre sus cuerpos), y la fotografía de la escena (una kilométrica escena de cama, con un desnudo que ofrece carnes infantiles en una pose de Playboy con el color más barato de portada de revista).



Es fácil subestimar su pasión por la monotonía, la simetría y una simplicidad de uno-y-uno-igual-a-dos. Probablemente su escena más significativa pasó desapercibida al surgir A bóut de souffle en 1959. Mientras el público se dejaba atraer por un simpático y ágil delincuente, una ramera americana, y el dinámico ritmo de una película de gangsters de los años treinta, la escena clave era una lisa, átona entrevista en el aeropuerto de Orly, con un escritor célebre recién llegado. Toda la película parecía hacer un alto para dejar paso a Lo Nuevo: un amateur torpe, orgullosamente no preparado para cuestiones de importancia, intercambia metódicamente preguntas y respuestas con el experto invitado. Esta escena, que aparece en momentos donde otras películas estallan en acción que aligere el argumento, ha sido sutilmente desencarnada, se ha hecho abstracta a sí misma, y su diálogo se ha convertido en pequeñas imágenes que se deslizan como un tranvía, adelante y atrás, por un escenario allanado, neutralizado. Esta noción de monotonía, que se repite en tantos campos cruciales, por ejemplo en escultura (Bollinger), en pintura (Noland), en danza (Rainer), o en el cine underground (Warhol), ha roto prácticamente en su cine las amarras eclécticas que le ligaban a las viejas películas.

El tedio y sus derivados -falta de inflexión, torpeza, indulgencia hacia los errores- encaminan su cine a su auténtica morada: la pura abstracción. Cuando el director acierta, este aburrimiento crea tipos de carácter e imagen que reverberan con un efecto metálico en la mente del espectador y que superan esa mórbida nulidad tan enraizada en el corazón de su obra.

Cada uno de sus actores, a excepción de Michel Picccoli en Le Mépris, ha compuesto su interpretación en torno a ese adulto adolescente salingeriano: muy pocos de ellos -Seberg (metálica, afectadamente colegiala), Belmondo (exóticamente tímido e inacabado), Bardot (vulgar, bravía susceptibilidad), Brialy (egoísmo pasado de moda, preciosismo estólido), Jack Palance (fieramente elegante, mejor en silencio), Fritz Lang (modestia y cordialidad formales)- dejan de resultar un tanto fastidiosos o escapar a la técnica aplanadora de un director siempre presente como una sombra detrás de cada actor. De hecho, sus actores son mitades, es sólo nuestro conocimiento de la presencia dramática del director tras la cámara lo que le da al personaje un acabamiento ficticio.

Ordinariamente, el personaje aparece irreal, recortado, bidimensional, y recorre la escala que media entre los brutos sin seso de Les Carabiniérs y el triángulo superficial y amable de Belmondo-Brialy-Carina, que se preocupa de que una bailarina de strip-tease quede embarazada en Une femme est une femme. Existe una última variante de este tipo, los chicos políticamente sensibles de Masculin-Femenin; también la camarilla mezquinamente pagada de sí misma en La Chinoise , cuyos miembros están colmados de sofisticación y actúan como unidades independientes. Evidentemente, estos nuevos personajes severos y fríos tienen un parentesco más estrecho con el director de Nana, la prostituta que se sacrifica por su libertad personal. Hechos de secreto, Proclama y Novedad, los más recientes productos godardianos saltan a la pantalla con voluntad firme, decisión y apasionado compromiso. Son estos componentes lo que dan a su cine una determinación y afirmación tales que el espectador puede sentirse, ante él, débil y vacilante. Con su espacio plano, sus superficies antisépticas y sin sombras, y la fotografía que encuadra a los personajes de la cintura para arriba como si la cámara estuuviera en un mostrador, La Chinoise es como un moderno coche restaurante servido por una camarera de verano (Wiasemiski) y un pinche de cocina (Léaud).”



EL GIMP

Alguien me contó que las damas victorianas hacían uso de un artificio que se dió en llamar "Gimp". Se trataba de un adminículo que levantaba el borde de la falda cuando la dama estaba jugando al golf y necesitaba darle un golpe a la bola. Así, de improviso y por un breve instante se ofrecían a la vista seductores zapatos, pero el resto quedaba cuidadosamente oculto.

En Hollywood hace tiempo que se usa un artificio semejante al Gimp. Cuando un cineasta se queda sin recursos, apela al Gimp, y… ¡admírense! imágenes curiosas, exóticas, "psicológicas" centellean ante el espectadores, animándolo las cosas en el momento crucial, inspirándole pensamientos tipo "el héroe tiene un complejo materno" o "le ha pegado a la chica en un complejo de rabia ambivalente ante su imagen paternal", también puede pensar "muerde furiosamente los cigarrillos para mostrar que viene de una familia puritana y tiene una voluntad de hierro" .

En estos últimos años una película tras otra nos han ofrecido iluminaciones apagadas, perspectivas más bien planas, acciones omniosamente cronometradas y voces que suenan a hueco. Todo ese arsenal de efectos cuidadosamente estudiados ha ido a parar a las epopeyas donde lo único que parece funcionar son los trucos y símbolos para hacernos decir "¡Qué sensibilidad!"

Los símbolos se venden a 10 centavos la docena en el cine actual, y Hollywood compró todas las existencias; estos efectos parecen sacados de la vida real, pero son los productos de una imaginación medieval, capaz de captar rasgos vívidos de la vida contemporánea sólo por la senda del tópico. Estos creadores actuales de Hollywood se han atrincherado en un círculo vicioso de decadencia: tras contribuir a crear y sostener un mundo de opulencia inquietante, ahora expresan la desesperación y el caos exagerando los mismos símbolos que inventaron al principio. Del mismo modo que los cómicos de hoy manufacturan su humor a partir de un archivo de chistes, los directores del arte Elefante Blanco se sumergen en su archivo mental de fragmentos deshilvanados de significación social, psicología amateur y efectismo visual. El impacto emotivo de estas técnicas de efectos elegantes y calculados es es tan moderno como la pasta dentífrica clorofilada, pero su espíritu resulta en realidad anticuado y provinciano.

Siempre fue evidente que la cámara no sólo refleja la realidad, sino que también la interpreta. Este hecho se empleaba para significar la profundización y el enriquecimiento de una estructura inteligible de temas y personajes. Pero ocurre que ahora la realidad desaparece completamente bajo las brumas de la interpretación.: el significado subterráneo de cada plano desplaza al verdadero contenido, y el espectador tiene que enfrentarse con toda una multitud de indefinidos significados simbólicos que flotan en absoluta libertad. Todo significará “algo”. En cuanto al cine moderno, hay que leer las películas modernas de un modo distinto al que estábamos acostumbrados. Ya no existen literalmente las historias o las películas, sino una sucesión de jeroglíficos estáticos en los que variados grados de significación han sustituido, tanto en interés como en intención, a los que antes se valoraba en cuanto narración, personajes o acción en sí mismos. Estas nuevas películas no de deben verse literalmente, sino como rayos X de la pluralista mente moderna."



CINE “UNDERGROUND”

Los creadores como Ford, Hawks, Wellman, Raoul Walsh, componen el grupo más interesante que ha surgido en la cultura norteamericana desde las diversas manifestaciones que hicieron de los años veinte una época tan explosiva en el campo del jazz, la literatura y el cine mudo. Estos son, ahora (1), los verdaderos underground. Lo fascinante de estos artistas en el incógnito es que son capaces de arrancar las notas más vivas, penetrantes y ágiles de un material que parece de deshecho, y eso a partir de una actitud creadora que superficialmente se diría desinteresada o indiferente. A través de una notable fotografía, un oído atento al diálogo natural, y la mano más astuta en el campo profesional, más un hábil concepto de composición basado en la acción interna, los “cineastas de acción” han llevado una adusta taquigrafía de la historia norteamericana que avanza a lo largo de los años. Los directores arriba mencionados llevaron a cabo sus mejores trabajos en los últimos años cuarenta, cuando les era posible trabajar como una modesta fábrica de películas sin asustar a los altos poderes.

Después de una dieta regular de películas underground (Hawks, Wellman, etc), el espectador se percata que constituyen el único cine que hoy muestra la tensión de una inteligencia individual que asume una postura en contra de las posibilidades de monotonía, afectación o puro tópico. Aunque el cine de acción esté habitado por el heroísmo (o por su ausencia), su verdadero héroe es la chispa que ha saltado en una tempestuosa competición y credibilidad.

En cambio, la película premiable- al Oscar, por ejemplo-, dotada de un apagado todo filosófico, debe tener una relación de ingredientes que nuestra sencilla tía de Oakland opinaría que debe tener toda película: unos actores dinámicos, un vigor casi circense, y un toque de tragedia comparable en magnitud a las cataratas del Niágara. Así, seguramente la película triunfadora de este año es una película “perfecta” hecha exclusivamente de carencias y subterfugios, protegida por rellenos y felpas de todas clases. La estima de tan solemnes mediocridades ha creado un clima donde el cineasta underground, con su modesta presencia y su toque recatadamente virtuoso, difícilmente pueda sobrevivir. Sin embargo, en cualquier momento los espectadores podrían percatarse de que perseguir lo obvio resulta en arte un juego sin recompensa. Las obras más distintivas hay que encontrarlas estudiando a los artistas más inciertos, más suicidas, intransigentes y directos.”

Extractado de "Negative Space. Manny Farber on the movies".Praeger Publishers. 1957..

Edición: Eduardo Chinasky



ARTE TERMITA CONTRA ARTE ELEFANTE BLANCO
POR MANNY FARBER
(Nota: hay errores de traducción)

“El espacio es la más dramática entidad estilística, de Giotto a Noland, de Intolerancia (1) a Week-end (2). La manera en que un artista despliega su espacio, algo que raramente se discute en la crítica cinematográfica, pero ya un fatigoso concepto obligado en cualquier otro arte, constituye un tabú para los redactores de las revistas, convencidos de que los lectores sucumben como moscas ante la terminología estética. Si existiera un libro de texto sobre el espacio cinematográfico, diría lo siguiente: “Existen varios tipos de espacio en las películas, y los tres más importantes son: 1) el campo de la pantalla; 2) el espacio psicológico del actor, y 3) el área de experiencias y de geografía que abarca la película”
La mayor parte de cuanto sigue aquí implica una pugna por permanecer fiel a la complejidad transitoria y multisugestiva de la imagen cinematográfica y/o del espacio negativo. El espacio negativo, el dominio de la experiencia que un artista puede establecer resonando en el interior de una película, es una idea de espacio creada en parte por la imaginación del público y en parte por la relación cámara-actores-director: en Alexandr Nevskij (3) la sensación de un paisaje interminable y glacial forjada por la visión fugaz de una planicie helada y dilatada por el contrapunto emotivo de gentes de imponente aspecto. El espacio negativo supone que el director se ponga a prueba a sí mismo como una inteligencia en liza con lo que parece en pantalla, para que haya un murmullo lejano de acción poética que ensanche el campo de la película, dando al escenario una dimensión objetiva. Esto tiene relación con fusión, movimiento y aire; siempre la idea de un artista que sabe donde está. Una película llena de espacio negativo es siempre una obra textural que palpita con acuidad.
El juicio crítico puede subyugar la bestialidad de la imagen cinematográfica descomponiéndola en elementos arbitrariamente pero fácilmente gobernados –interpretación, lógica del relato, razonabilidad, los toques identificables de un director-, que pone la película al alcance de los talentos adulteradores del crítico. Sugerir en qué consisten los errores de una película o cómo pudo haber tenido la lógica de una novela o una obra teatral a la vieja usanza parece una ocupación pedante frente a la actividad del cine moderno, que hace pensar en miles de acordeonistas en frenética actividad, inspirando y espirando, contrayéndose y dilatándose.”
(…)”La mayor parte del arte que me ha gustado está en a la zona termita. El rasgo esencial del arte termita consiste en ser una creación ambulatoria que constituye a su vez el acto de observar y un acto de estar en el mundo, un viaje en el cual el artista parece fagocitar al mismo tiempo la materia de su arte y el mundo circundante.
¿Porqué inventar esas dos categorías, Elefante Blanco y termita, una ligada al reino de la Celebridad y la Opulencia de las imágenes y la otra, refugiada en el mundo de la intimidad?
La razón fundamental de esas dos categorías es la de que todos los directores que me gustan- Fuller y su estilizado art brut, Chuck Jones, Godard y el inclemente encanto que obtiene del tiempo lluvioso, las afueras de París y tres insensatos que tratan de escabullirse en la nebulosa Band á part- militan en el campo termita, y nadie parece resaltar en ellos sus cualidades que me encantan.”
(…)”A buena parte del carácter fútil y lánguido del arte de hoy se le puede reprochar la urgencia por alejarse de una tradición, cuando al mismo tiempo se somete, irracionalmente, a las formas rígidas y enlatadas y a la inercia mineral de las viejas y apretadamente trabajadas obras maestras.
La pintura más evolucionadas sufre desde hace tiempo este caduco concepto de obra maestra: trata de evadirse de sus claustrofóbicas condiciones hacia una improvisación suicida, que intenta desplazarse en todas direcciones y en ninguna, perdida en minucias, omnívora; sin embargo, dentro del mismo cuadro, guarda obediencia estricta a los márgenes del lienzo y, sin favoritismos, a la preciada naturaleza de cada centímetro de espacio disponible. Un ejemplo clásico de tal inercia es la pintura de Cezánne. En sus cuadros (pintados sin moverse de casa) de los bosques vecinos, unos pocos relámpagos vibrantes, ásperos, surgen cuando se abandona a lo que él llama su “pequeña sensación”: el mudable tronco de un árbol, el choque infinitesimal de colores complementarios en suave matiz sobre la pared de una casa de labor.
El resto de cada lienzo es una amalgama de peso-densidad-estructura-brillo, resuelta por la mano de un maestro que se ensalza a sí mismo. Según se evade de la visión ùnica y personal que le interesa, su pintura se hace se hace esquiva y desconcertante: equilibra las curvas en una exacta composición, divide el color, trabaja el material hasta el extremo. Cezánne dejó irónicamente un exposé de su monótono trabajo de acabado en acuarelas estremecedoramente honradas, un ocasional óleo inacabado (el retrato rosado su mujer en un patio soleado y lleno de vegetación), en los que se olvida de todo menos de su reprensible fascinación hacia las interacciones pasajeras.
La idea que el arte constituye la mejor porción de un área bien delimitada, a la vez lógica y mágica, gravita pesadamente en el talento de cada pintor moderno, de Motherwell a Warhol. La voz reservada de Motherwell (el emocionante drama de los lugares públicos entre las formas ambivalentes, la sensualidad aromática de que emana de finas capas colores fríos, hedonista y calculadamente típico), se contamina al diluir estos placeres en grandes obras reprimidas.
Así, la pintura, la escultura, el assemblàge, se convierten en una bostezante demostración de técnica pasada de rosca, obsesionada por el preciosismo, la celebridad, la ambición. Hay que profundizar mucho para descubrir la firma del artista, ahora abocada al amaneramiento por culpa de lo superfluo, obsceno y falso que exige la combinación la estética de hoy con las componentes del Grand Art tradicional.
Las buenas películas siempre han sido sospechosamente adictas al arte termita. Las obras de calidad suelen surgir cuando sus autores (Hawks, Welles, Ford, etc), no parecen mostrar ambición por la cultura de oropel, sino que se comprometen en una especie de empresa temerario-conservadora que no tiende a anda ni a ninguna parte. Una rasgo peculiar del arte termita-solitaria es la avanzar siempre devorando sus propios confines y -tal vez sí, tal vez no- sólo deja a su paso las huellas de una actividad afanosa, diligente, desaliñada.
La descripción más amplia del arte es que al igual que las termitas, explora su camino a través de los muros de la particularización, sin otro signo del objeto que el artista tiene en su mente que el de fagocitar los confines inmediatos de su arte, y convertir dichos confines en el requisito de nuevos logros.
Los mejores ejemplos del arte termita aparecen en lugares donde la antorcha del "cultura" no brilla por ninguna parte, para que el artesano pueda mostrarse pródigo, obstinadamente hermético y producir un arte que no “sirva” para nada, sin preocuparse por los resultados.
En el cine, el arte no-termita está demasiado arraigado en guionistas y directores para que el omnívoro artista termita pueda infiltrarse más allá de unas pocas escenas. El arte de la Obra Maestra , reminiscente de eso humidores de tabaco esmaltados y esos caballitos de madera que se compraban en las subastas "Elefante Blanco", desde hace unas décadas ha venido a superpoblar el terreno del cine. Los tres pecados del Arte Elefante Blanco son: 1)construir la acción sobre un plantilla indefinida 2)colocar cada personaje, cada hecho y cada situación en un friso de continuidades; 3) tratar cada centímetro de pantalla y de la película como área potencialidad de creatividad digna de premio.
El común denominador de estas películas Elefante blanco (y de tan laboriosas estratagemas) es, en realidad, la urgencia del director y el guionista por familiarizar en demasía al público con la película que está viendo, de inflar cada situación y cada personaje como una afable cámara de neumático con detalles agradecidos y untuosa compasión. De hecho, esta familiarización excesiva sirve para reconciliar a esos supuestos enemigos de toda la vida: el arte académico y el arte de Madison Avenue.
Un espécimen del Arte Elefante blanco, particularmente de la virtud -devoradora de críticos- de llenar cada poro de una obra de brillante y Arrojado Estilo y Creativa Vivacidad, es François Truffaut.
Jules et Jim (4), la única película de Truffaut que parece mantenerse en un movimiento fluido, tiene también mucho de cómico. De nuevo, la mayoría de los efectos visuales constituye una ilustración del curso del relato sentimental. El esfuerzo de Truffaut por hacer fluida y comprensible su película, aplana toda complejidad y reduce sus escenas a recortes de pornografía, como si se contara sólo la frase significativa de un chiste verde que todo el mundo conociese. Tan desprovistos de motivación aparecen los brincos de cama en cama de los tres amantes, que conducen a momentos de cine cómico. Y motiva ciertas preguntas: ¿porqué ella saca de pronto una pistola (ver “maldad de las mujeres”), ¿porqué hace caer el coche por el puente? (véase “los malvados deben ser castigados”), etc. Jules et Jim parece rodada con un filtro que lo hubiera eliminado todo a excepción de la tiesa vivacidad del diálogo de Truffaut y su diminutiva y puntillista sensibilidad.
El tedio provocado por Truffaut y si película (cuyo tema podría ser “el amor es ciego”), proviene de sus peculiares métodos para deshidratar toda la vida de las escenas (¿películas del instante?). Gracias a su afición por las luces difusas y por los planos generales que mantienen a sus actores a treinta pasos, especialmente con mal tiempo, no son únicamente los personajes los que palidecen: la escena misma amenaza con evaporarse fuera de los bordes de la pantalla. El sistema de Truffaut mantiene el arte a distancia sin ninguna muscularidad auténtica ni propulsión para mantener la película con los pies en el suelo. Cuando el espectador se inclina para asirla, desaparece rauda como una cometa.
La especialidad de Antonioni –otro buen representante del arte Elefante Blanco- es el efecto que los personajes se muevan como en una partida de ajedrez y se transforma en una categoría autocrática de dirección que priva a los actores de su fuerza motriz y de buena parte de su espina dorsal. Así, Antonioni inspira sus extraños efectos de la-claridad-lo-es-todo en su gusto por el arte chic y amanerado, que viene a parar en una pantalla que es cristalina, que tiene un movimiento resbaladizo y presenta a los personajes emplastados sobre superficies rayadas o divididas por verticales y horizontales; su incapacidad para comunicarse convierte a las muchedumbres en olas inmóviles, a los amantes en accesorios aislados que cuelgan rígidamente unos de otros para chocar de vez en cuando con un chasquido metálico, pero que raramente producen el efecto de estar en comunión.
El defecto o cualidad comunes que asocian a artistas tan aparentemente diversos como Antonioni, Truffaut o Tony Richardson, es el miedo, un miedo a la vida potencial, a la tosquedad y desenfreno de una película. Unido a su caudal de suficiencia y conocimiento de la historia del cine, ese miedo conduce a un estado de vigilia constante. En las películas de Truffaut, ese estado de vigilia se manifiesta como una seca y agitada vaciedad. En las de Antonioni, su superficie de mica y esquisto, sus formas lineales, se disuelven en la oscuridad a causa del acopio mismo de sentimentalismo del autor, la necesidad de obtener de sus mezquinos patrones una delgadez de mural y una sensación de interminabilidad. Al contrario de Klee, que no se movió de un área delimitada y evitó así la afectación, Antonioni aspira a clavar al espectador en la pared y golpearle con toallas mojadas en “arte” y “significado”.
En fin, sea cual fuere el tema confesado en estas películas, el que predomina de forma tácita es que lo cinematográfico viene rematado por un arte de museo o un arte de pastiche, y esta grieta de inercia parece atestiguar que el Pasado tan duramente delimitado y consolidado del arte cinematográfico se ha hecho ininteligible para los aristas contemporáneos, incluyendo aún a aquellos que han apurado hasta los límites su período de importancia.
Ikiru (5), de Kurosawa, es un jalón involuntario que sugiere un nuevo enfoque cerrado en sí mismo. Resume buena parte de aquello a lo que apunta el arte termita: inmersión entomológica en una pequeña superficie sin dirección ni propósito, y sobre todo, dedicación a fijar un instante sin embellecerlo, pero olvidándose de ese logro una vez conseguido; el sentimiento de que todo puede sacrificarse, de que puede ser despedazado y recompuesto en otro orden sin sufrir deterioro.”

1)Intolerancia, D. W. Griffith, 1916.
2) Weekend, Jean-Luc-Godard, 1968.
3) Alejandro Nevsky, Sergei Eisenstein, 1938.
4) Jules y Jim, François Truffaut, 1961.
5) Vivir, Akira Kurosawa, 1952

Edición y notas: Eduardo Chinasky.

Extractado de “Negative Space. Manny Farber on the movies”, Praeger Publishers, 1957.

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